El otro día fui al cine. Toda la familia. La primera experiencia frente al celuloide en pantalla grande de mi hija pequeña, salvando una tentativa el agosto pasado en unos cines de verano almerienses. La película The Muppets, lo que cuando éramos niños mi generación conoció como “Los Teleñecos”.
En epidermis, pues otra americanada basada en unos muñecos graciosos y entrañables comandados por la rana Gustavo y su angustiada, hiperbólica, pija y enamoradiza Peggy (¡genio y figura!), además de Gonzo, Animal, y un largo etcétera... Lo curioso, es que rasgando esa piel comercial y esa hora y media encelofanada hay mensaje, simple pero directo. Salvando las distancias, The Muppets es una pequeña “Rebelión en la Granja” Orwelliana a golpe de canciones ñoñas, infantiles, naïf, ingenuas, graciosas, pero con contenido, o eso creí ver... Sin destripar el argumento, y en un absurdo lógico de títeres y humanos entremezclados, la utopía, la unión que hace fuerza, el colectivo de muñecos cuyo patrimonio y memoria común es el blanco y objeto de especulación inmobiliaria... y una función final, que recauda dinero para luchar contra un tiburón financiero que huele el dinero fácil trapicheando con un viejo teatro. Toda esa vorágine, te sumerge en un tiempo pasado, tan recurrente ahora que andamos instalados en los cuarenta: la feliz infancia.
Sonrisas que no lágrimas, provocaron los Teleñecos (me cuesta eso de The Muppets) y acabamos cantando todos ese Manamaná tutú rururu con voz de lija muy a lo Louis Amstrong. El acierto de algo intrascendente es sentir que hay causas bajo la coraza diaria por las que apostar. Si miramos a nuestro lado tal vez haya más de una máscara triste antes sonriente simplemente esperando un bravo, un tímpano, un abrazo, un empujón, una pequeña ayuda, o algo de gasolina para seguir tirando del carro en la vida.
Antonio Álvarez